Eran las 4:00 de la madrugada cuando sintió los golpes en la puerta, pero no reaccionó de inmediato porque los perros no habían ladrado. Siempre lo hacían con los intrusos.

–Toc, toc, toc, volvió a escuchar.

Y esta vez no tuvo dudas. Alguien golpeaba la puerta. No sabía si despertar a su marido que dormía aún arriba o…

–Toc, toc toc, sonó esta vez más rápido.

Y como por ese instinto de quien suele ayudar a cualquiera que esté en emergencia, se apresuró a abrir. Descorrió el cerrojo que en esos tiempos se usaba ya de dos pestillos y, hecha un manojo de nervios, entreabrió la hoja derecha de la puerta que daba al porche. Entonces lo vio. Estaba cubierto de sangre.

–¿Puede ayudarme? Estoy herido…

Hace tiempo que la calle donde vivía había dejado de ser el paraíso que prometía su nombre. La calle se había venido a pique. Los antiguos palacetes afrancesados que fueron orgullo de sus moradores, con columnas en fachadas esplendorosas y suelos de mármol o de madera de roble, sucumbían a la pátina de olvido y desprecio urbano que ahora los velaba y que los había convertido en blanco inmobiliario de hosteleros y restauradores siempre a la caza del ladrillo rentable.

Eso era su casa, pensaba ella. Un palacete a punto de olvido que su marido alquiló para confinar la vida en familia que en adelante pensaba darle. Dos plantas duras de mantener que a él no le costaban más que el alquiler, pero en las que ella se dejaba la vida entre los fogones del restaurante que su marido regentaba en el patio trasero y el suelo de roble que enceraban sus hijas los sábados por la mañana. Tenía tres hijas. Era por ellas, y por el miedo a esos crímenes horrorosos que empezaban a leerse en los diarios contra las jóvenes y niñas de la ciudad, que había puesto sobre aviso a aquel policía que solía comer en el negocio de su marido. De eso hacía dos meses, cuando al final de la calle, un autobús desvencijado y listo para el desguace se había convertido en guarida de malhechores.

–¿Me ayuda, doña? No voy a hacerle nada.

Antes de tomarlo por el brazo para que entrara, su mirada buscó tras el hombro del herido y vio los perros respirando agitadamente. Tan asustados como ella, pensó. Ya le habían dicho antes eso de que de tanto ver gente, los perros se vuelven mansos. ¿O sería la visión de aquel hombre, ensangrentado y lleno de golpes, lo que los había paralizado tanto como a ella? ¿O fue la voz? Una voz extrañamente debilucha para provenir de un delincuente. No hablaba como uno se imagina que hablan los malhechores.

Terminó de abrir la hoja derecha de la puerta y, como pudo, se las ingenió para tomar por el brazo al herido tratando de no hacerle más daño. Adentro, con la casa todavía a oscuras a esa hora, la silueta del hombre con el rostro amoratado y el cuerpo doblado por el dolor la transportó a su infancia, a la escena de su tío llegando herido a la casa de su madre la noche en que los falangistas arrasaron lo poco que había en su pueblo. Su madre le había puesto unos apósitos improvisados con la tela del saco de las papas que habían recogido ese día. Y con café sobre la herida, le había taponeado la sangre que salía a borbotones de su pierna. Pero aquello era la guerra, esto no.

Encendió las luces del salón y, al levantarle la camiseta teñida en sangre, pudo detallar la herida en el costado izquierdo del intruso. De unos 5 centímetros de ancho y más escandalosa que profunda, se dijo para sí. Con él no hablaba. Él sí. “Me estaban esperando ahí al frente, donde duermo”, le dijo señalando la sombra tenebrosa que a esa hora era el viejo autobús donde le habían hecho la emboscada. Y a ella se le encendieron las alarmas. ¿Y si fue aquel policía? Ya sabía ella que algunos se toman la justicia en sus manos. “Quítate la camiseta, mientras busco algo para curarte”, le pidió. Entonces cayó en cuenta de que se trataba de un joven. De que tendría como mucho 20 años. Quizás 17. La edad en que los delincuentes son más peligrosos, se dijo. Lo suficientemente jóvenes para ser valientes y lo suficientemente expertos para arriesgarse.

El recorrido a la despensa del baño lo hizo torpemente. Cuando estaba asustada, no perdía la capacidad de respuesta, no le faltaba la voz ni le temblaban las manos. Pero se le iba la fuerza de las piernas y sus pasos se hacían torpes, como de anciana, como si en vez de 40, tuviera 100 años. Vive al frente, pensó. La puerta de la despensa estaba más pesada que nunca y tuvo problemas para abrirla. Mientras la forzaba, se acordaba de lo que le había dicho al policía con la esperanza de no haber propiciado la sangrienta emboscada. No recordaba sus palabras exactas, pero sí haberle dicho lo que era sabido por todos. Que en el viejo autobús abandonado en la acera de enfrente, al final de la calle, se habían refugiado dos maleantes prófugos de la justicia que la asustaban de noche. Que ella tenía tres hijas y esos dos hombres tenían un prontuario de atracos, robos y hechos de sangre. Que ojalá pudieran sacarlos de allí algún día. Que en sus manos lo dejaba.

Cuando volvió arrastrando sus pasos al salón con el alcohol, el mertiolate y la gasa en sus manos, el joven no se había movido de la silla donde no recordaba haberlo sentado. Parecía tranquilo y confiado. Como si la sola idea de recibir ayuda lo hubiera aliviado. Apenas lo tuvo al frente, examinó su torso desnudo, que vio, ahora sí, lleno de rayas. Cicatrices de heridas que debieron sanar solas, entre amasijos de hierro de autobuses listos para el desguace. “Me llaman Tigre”, le dijo él, casi sonriente, cuando le colocó la última gasa.

Y no pudo evitar sentirse en calma. “Vuelve mañana”, le dijo antes de montar el café de la mañana. Arriba, su marido lo esperaba.

Foto José Manuel España