Este texto forma parte de los relatos que escribí como ejercicios del II Taller de Escritura Creativa que realicé con el escritor malagueño Cristian Crusat. Está dedicado a mi madre. No encontré mejor tributo que publicarlo hoy, Día Internacional de la Mujer.

Cuando mamá se fuera definitivamente de este mundo, solo heredaríamos el libro desvencijado y roto que nos trajo al regresar de su último viaje a España. Tal augurio se nos hizo palpable apenas se bajó del avión y la vimos venir sonriendo hacia nosotros y  blandiendo, con mucho orgullo, aquel tomo impreso de aspecto todavía indescifrable dada la distancia que nos separaba de ella. Para entonces, los aviones paraban lejos del edificio de llegada y los pasajeros tenían que bajar la escalerilla del avión a la intemperie por lo que era muy fácil ver a mamá a través del vidrio de la terminal caminando por la pista de aterrizaje. Ataviada con falda y chaqueta azul, alta y con el cabello corto ligeramente ondulado sobre la frente, sentí que era la viva estampa de la madre que esperábamos abrazar cuanto antes, a ver si sanaba las heridas que la habían hecho devolverse con prisa de la tierra donde nació. Sin más tiempo para novedades que esa herencia que le cabía en una mano. Porque en la otra, como siempre, traía la garrafa de vino moscatel y el queso de cabra que tanto añoran los canarios que emigraron de su tierra.

Que había sido herida ya no cabían dudas, no solo por lo que nos había contado por teléfono días antes, sino porque para abrazarnos, mamá soltó el libro en mis manos como si le quemara los dedos, puso en el suelo el vino y el queso y empezó a apretujarnos contra su pecho una a una, repitiéndonos al oído la misma frase: “Esa es la única herencia que pude obtener de mi madre, la única”. Y esto último, dicho con un quiebre de su voz fuerte y poderosa, me recordó la forma en que nos habló años atrás para decirnos que papá había muerto. Por eso sospeché que el libro no estaba hecho solo de hojas y tinta y que habría que leerlo más allá de lo explícito de sus páginas. Bajé los ojos y lo miré con un poco más de atención mientras lo tenía entre mis manos, pero solo me pareció un extraño ejemplar de portada kitsch para la época y hojas amarillentas descosidas por el lomo, con signos de haber ido envejeciendo en algún baúl de una casa abandonada. De primeras, no le vi gran cosa. Después, al abrir las maletas, ocurrirían cosas extrañas.

Mamá confesó no haber traído nada. Ni un solo regalo para sus hijas, ni uno solo para sus nietos. Mamá solo quería vaciar de recuerdos las maletas y lo hizo con cualquier excusa: al sacar la dormilona de algodón con mangas que su madre, a punto de morir, le había rechazado; el chal negro de punto que llevaba puesto la noche en que su hermana le dijo que si no renunciaba a la herencia, a mi abuela habría que encerrarla; las zapatillas con velcro que debía llevar siempre para cargar a su madre cuando la levantaba de la cama y así, hasta llegar a las joyas: “¿Sabes que le pedí a mi madre que me dejara su cadena de recuerdo y me dijo que no, que eso también era para mi hermana?”. Fue después de ese episodio cuando decidió llamarnos para anunciarnos que renunciaría a la herencia de Canarias. Una casa y algunos terrenos con vides y papas. “Firma los papeles mamá, y vuélvete a casa”.

Mientras ella hablaba, yo buscaba con la vista el libro que había soltado apenas llegamos del aeropuerto. No sé si sería el peso muerto de los recuerdos, pero las maletas de mamá pesaban tanto que por un momento me deshice de aquel bulto para cargarlas y, entre una cosa y otra, entre un mal recuerdo y otro de mi madre, perdí de vista lo que ahora, a la luz de tantas revelaciones, parecía lo más importante del viaje: la única herencia que tendríamos de la vida de mi madre.

Giré la vista alrededor de la sala y de pronto, como si siempre hubiera estado allí y tuviera puesto asignado entre sus iguales, vi el libro en la tercera balda de la biblioteca. Me paré a buscarlo y, al verlo en mis manos, mi madre me ha dicho: “Es el libro con el que aprendí a leer y escribir, creo que te puede gustar”. Todavía hoy, muchos años después, me conmueven esas palabras. “¿Gustarme mamá?”, quise decirle, “es lo mejor que me has podido legar”. Pero le di un beso y no le dije nada. El libro ahora me parecía importante. Y su portada, con la imagen ilustrada de una beldad grecorromana enmarcada en blasones con nombres de regiones de Occidente, no dejaba de resultarme encantadora. Se trataba de “El segundo manuscrito”, de Don José Dalmáu Carles, en una edición de 1932. Un libro que me acompaña desde aquel día en que mi madre regresó a casa, herida y desheredada.

He debido decirle que gracias a esa herencia de primeras lecturas y letras garabateadas comprendí por qué siento que vengo de las palabras. Por qué mi vida, hasta entonces inexplicablemente literaria, tenía que ver con esa herencia que ella hurtó, literalmente, del arcón de su casa. Mamá me legó “El segundo manuscrito” de Don José Dalmáu Carles, con el que aprendieron a escribir no pocos españoles de principios del siglo XX, incluida ella. Y me legó la explicación de otra parte de mi vida que le debo, también muy importante. Una parte que empaco de primera en cada mudanza, convencida de que mi madre quiso decirme aquel día que, como yo, ella también viene de libros y palabras.