Rodrigo Blanco Calderón

 

Orfandad es una palabra tan huérfana de significado como los huérfanos lo son de padres. La buscas en el diccionario –“estado de huérfano, pensión que por derecho o por otro motivo disfrutan los huérfanos, falta de ayuda, favor o valimiento en que una persona o cosa se encuentran”– y te quedas con el mismo vacío de cinco minutos antes, cuando empezaste a buscarla. Por eso estoy convencida de que es un logro inmenso que una historia sea capaz de adentrarte en un universo de orfandad en cuyo significado no habrías reparado de no ser porque ahora hay alguien que te lo pone delante. Es lo que hace con frescura Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981) en “Simpatía, su más reciente novela: sin pedirte permiso, te coloca cara a cara con la orfandad que habita en esos seres humanos de las sociedades destruidas por la degradación moral de sus gobernantes. O por la corrupción de gran parte de sus miembros. O por el extrañamiento de su paisaje. O, tan solo, por el abandono obligado de gente cuya sobrevivencia pasa por irse y dejar atrás sus muchos pesos, tantos que, por dejar, dejan hasta sus perros. Porque “Simpatía” es una novela que, aparentemente, va de perros. 

Sin embargo, Blanco Calderón logra construir magistralmente una parábola, a través de una original metáfora de perros abandonados por dueños que emigran, para narrar una historia de relaciones poderosas entre personajes que se quedan. Huérfanos de todo que, sin tener quien los salve a ellos, se dedican a salvar perros. 

Todo el que podía se iba del país –sentencia uno de los pasajes más descriptivos de la obra–. Los más afortunados lo hacían en avión, muchos de ellos sin mirar atrás. Cuando ya tenían comprados los pasajes y el gestor les había devuelto los documentos apostillados; cuando ya habían rematado la casa familiar a una cuarta parte de su valor; cuando ya habían renunciado al trabajo y hecho la última ronda de médicos; cuando ya a los niños los habían sacado del colegio, incluso a mitad del año escolar, porque no había tiempo que perder; cuando todo estaba listo, entonces tomaban el carro por última vez y conducían hasta un parque lejano. Allí frenaban, desde adentro abrían la puerta trasera y dejaban salir a los perros; y cuando los perros se bajaban locos de alegría, trancaban de golpe la puerta trasera, aceleraban y huían”. (Simpatía, p. 29)

Un libro de perros y de huérfanos

Es así como la última historia de Blanco Calderón te traslada a una Caracas de la que todos huyen, te incrusta sin miramientos en un refugio de perros al pie de El Ávila y te aloja alguna noche sin reserva en un Hotel Humboldt que amenaza con estallar. Todo, al ritmo trepidante de una narración de acciones que parecen hiladas por dioses del relato. Como solo pueden hilarlas los buenos narradores. Cosa que a estas alturas nadie podrá escatimarle a este autor venezolano premiado hace dos años por “The Night”, en la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, y que ahora ratifica su habilidad narrativa en esta parábola de perros que te atrapa desde el primer mordisco.

Amores perros

El “general Martín Ayala” –suegro de “Ulises”, el personaje central de “Simpatía”–, desatará los acontecimientos de la historia cuando nombra heredero de un piso lujoso a su yerno, quien entrará en posesión de su legado solo si logra convertir, en fecha perentoria, una gran casa familiar en refugio para perros abandonados por el éxodo de venezolanos. La “Fundación Simpatía por el Perro” deberá encargarse de la administración del refugio. Sencillo ¿verdad? Es lo que parece. Pero nada más lejos de la realidad porque a partir de ese nudo central, Blanco Calderón nos sumerge en un mundo de relaciones humanas “tocadas” por el abandono y la orfandad que habitan en una ciudad en tránsito hacia la deshumanización después de la llegada de los bárbaros. Y lo hace con diálogos como este, que se desarrolla entre “Ulises” y su esposa “Paulina”, poco antes de que ella lo abandone:

–Por cierto, qué guapo es tu padre –dijo Ulises–. Ahora entiendo de dónde sacaste esos ojos.

Ella suavizó la expresión y por un instante Ulises vio a la pequeña Paulina reaparecer como una ahogada de entre las profundidades de su propio rostro, para volver a hundirse un segundo después.

–Yo creo que es por este asunto de que yo también soy huérfano –dijo Ulises, casi como una excusa.

– ¿Hablaron de eso?

–No.

– ¿Los huerfanitos se reconocen entre sí?

Después de pensarlo unos segundos, Ulises respondió:

–Sí. Creo que sí.” (Simpatía, p. 18)

Es Caracas, pero la historia podría ocurrir en la capital de cualquier país. Después de todo, a los perros los abandonan con cualquier excusa en cualquier parte. Y en su novela, a pesar del paisaje caraqueño, el autor de “Simpatía” construye un espacio íntimo y familiar de lectura global, con códigos absolutamente universales: desde la selección del nombre del personaje al que le asigna el punto de vista de su relato, “Ulises Kan” – ¿héroe homérico con homofonía de can?–, hasta esa suerte de alegoría de arca de Noé que es la casa “Los Argonautas”, convertida por obra y gracia de una herencia en tabla de salvación, no solo de los perros que acoge, sino de los personajes cargados de abandono que también encuentran en ella cobijo para sus almas.

Y la luz se hizo

Rodrigo Blanco Calderón se lamentaba hace poco en un diario malagueño, de que “quería ser un escritor divertido”, pero que todo empezó a salirle “sórdido” en sus obras. No pasa lo mismo con “Simpatía”. Pese a que su trama se inserta en un país resquebrajado y sin consuelo, la novela rehúye solazarse en la tragedia y prefiere, en su lugar, ahondar con frescura en la vida y los afectos de personajes que aun siendo presas de una violencia estructural, no se dejan ganar por esta. Personajes que viven aventuras, pocas veces comunes y muchas estrafalarias, narradas con el fino humor de quien sabe crear vidas en un universo casi digno de Ripley.

Cuesta creer que este universo de perros abandonados y gente solidaria que los salva en medio de una debacle social lamentable, haya nacido en París, la “ciudad luz” a donde el escritor y su esposa fueron a parar luego de obtener el Premio Rive Gauche à Paris du livre étranger (2016). En lo que resultó una primera aproximación al tema de “Simpatía”, la pareja había tenido que dejar su mascota en Caracas y tiempo después, cuando su propia familia en Venezuela creó un refugio para estos perros abandonados, la suerte literaria de la segunda novela estuvo echada:

–Nosotros vivíamos con muy pocos recursos en París –contó Blanco Calderón durante la presentación del libro en Málaga– y decidimos que podíamos ganar algo paseando perros y cuidando los de los franceses que salen de vacaciones y no encuentran qué hacer con ellos. ¡Y nos fue muy bien! Debo decir que a los perros les agradezco el haber conocido a no pocos parisinos. Gente que no te había saludado nunca, lo hacía ahora, hasta con cariño, cuando paseabas una mascota. Así que me impactaban muchísimo las informaciones sobre lo que pasaba ahora con estos animalitos en Venezuela. El éxodo de cinco millones de personas ha tenido este ‘daño colateral’ que es el abandono de perros. Así que me puse a investigar sobre el tema y en 2018 escribí la primera versión de “Simpatía” de un tirón. ¡En tres meses!

Al escritor andaluz Felipe R. Navarro, interlocutor de Blanco Calderón, durante la presentación de la novela en la Librería Luces, de Málaga, le ha llamado la atención el cambio de estilo narrativo entre las dos novelas del autor.

Una de las particularidades de tu primera novela,  “The Night” –le dice–, es la complejidad de su narración y aquí te inclinas por una narración lineal de principio a fin. ¿Alguna razón especial?

Desde que empecé a escribir sabía que la historia había que contarla de forma lineal. Así, linealmente, terminé la primera versión escribiendo sin parar durante tres meses. Con “Simpatía”, yo me propuse alejarme del relato de la complejidad política venezolana. Algo que fue la columna vertebral de “The Night”.

Y a juzgar por el resultado, “la novela está de puta madre”, como dijera en buen español Felipe R. Navarro, el día que la presentó.