El día que Hache perdió su bolsa casi enloquece. Se paró de golpe entrando al vagón del metro, y, a punto de que sonara la alarma de la puerta, retrocedió sin dar tiempo a que terminaran de entrar los demás pasajeros. Hache dio una zancada al revés tan sorpresiva como aquellas chilenas famosas en el fútbol por encajar por la espalda un gol al contrario. De espaldas al andén, se apeó del vagón sin volverse y en un abrir de sus largas piernas –siempre ha sido endemoniadamente alto–, quedó afuera con el aire del tren soplándole la nariz y empañándole las gafas. En esos segundos, Hache había sentido que la bolsa era más importante que la vida. Aquel intrascendente papel marrón, engomado por uno de sus extremos, que no mediría más de 15 centímetros, valía el riesgo. ¡Y lo corrió!

Pero él siempre había sido un hombre de riesgos. Antes de ese salto atrás en el metro, ya había puesto en entredicho su cordura en no pocas ocasiones. Como aquella noche cuando, en un descuido de su pareja de baile, se subió bolsa en mano a la tarima de la orquesta y pidió sangre. Que ruede la sangre, se le escuchaba entonar sobre los coros de Tiburón, de Rubén Blades, mientras agitaba la bolsita marrón frente al público, a ritmo de salsa. O como aquella otra vez que se transportó repentinamente al Mayo francés en la autovía y, al grito de paren el mundo que me quiero bajar, se lanzó del vehículo de sus amigos en marcha, sin soltar la bolsa marrón de su mano blanca.

Por eso, no me extrañó para nada que me llamara el día de la pirueta absurda en el metro. Ni que me contara una y otra vez cada detalle: que ya estaba en el vagón cuando se dio cuenta del olvido, que casi arranca, que no quiso mirar atrás para devolverse, que la falsa brisa ferroviaria casi lo deja sin nariz y sin gafas. No me extrañó que, entonces, llegado a ese punto, me pidiera ir a la estación a buscarlo.

Cuando llegué, lo encontré cabizbajo y desalentado, como solía ponerse cuando descartaba el enésimo manuscrito de algún improbable libro publicable. Pero ya tenía la pequeña bolsa marrón en la mano. Hache se subió a mi coche y, cada tanto, acercaba el contenido de la bolsa a sus labios. Primero un trago, luego el otro. ¿A dónde vamos, Hache?, le dije. Rueda, por favor, rueda.

 

 

 

Foto Oscar Carrión