Cuando le dije a mi terapeuta que me gustaría escribir como Barack Obama, me miró con cara de asombro y le dio un giro inesperado a la sesión. Trump acababa de perder las elecciones y Biden todavía no tomaba una medida más trascendente que la escogencia de sus invitados para el día de su juramentación, así que por lo que ella intuía, lo de Barack Obama era más una cuestión melancólica de mi parte –uno siempre extraña el carisma de los líderes sobresalientes, me diría más tarde– que una apreciación de crítica verdaderamente literaria.

Debo decir a estas alturas que mi terapeuta está convencida de que yo escribo divinamente y, aunque no sé muy bien cómo lo ha asumido –no le he mostrado texto alguno de mi autoría–, me gusta de vez en cuando sacar el tema para que, con su sabia asertividad profesional, lance sobre mí dos o tres observaciones agradables que compensen mi inversión en servicios profesionales generalmente proscritos para esa gente a la que le va bien en cualquier momento de esta vida.

Fue entonces cuando la sesión dio un giro inesperado: “A ver –me dijo–, ¿por qué una persona como tú, dedicada a escribir toda su vida, siente de pronto ganas de escribir como Obama? ¡Un político! ¿Por qué no como García Márquez o como Carver, por ejemplo? Explícame eso”. Y aunque no es el caso porque ella tiene toda la razón del mundo en pedirle explicaciones de cualquier índole a su paciente, no pude dejar de pensar en que, de un tiempo a esta parte, la gente siempre espera que te expliques mejor, que abundes en razonamientos, como si agarrar al vuelo lo que otro te dice y comprenderlo rápido, atentara contra la actividad que el confinamiento y la pandemia han convertido en el ejercicio más practicado del planeta en los últimos meses: perder el tiempo.

Así que me armé de argumentos y lancé, a vuelo de pájaro –tampoco te puedes extender mucho en los 50 minutos de una sesión terapéutica– este razonamiento:

Obama escribe con la pericia de quien quiere ser comprendido, con el lenguaje sin remilgos de un hombre curtido por el roce con otros hombres y, también, con una selección inmejorable de los tiempos en el que se suceden las acciones para mantener atrapado al lector hasta la última línea de su relato. En Una tierra prometida –le dije a mi terapeuta–, logra esto último magistralmente, pese a admitir en su prefacio que las más de 900 páginas del libro y la necesidad de un segundo volumen para concluir la historia, son obra de un escritor, como sería él, de pocas dotes:

“Calculaba que podría contar todo esto en unas quinientas páginas –confiesa …Soy plenamente consciente de que un escritor más dotado habría encontrado la manera de contar la misma historia con mayor brevedad (al fin y al cabo, mi despacho en la Casa Blanca estaba situado junto al dormitorio Lincoln, donde, en una vitrina, reposaba una copia firmada del discurso de Gettysburg, de 272 palabras).»

Pero la longitud es irrelevante, cuando la narración mantiene los criterios que la hacen interesante de principio a fin. Como con el libro de Obama  –le dije a mi terapeuta–, o como con esto que hacemos nosotras dos: una interacción que durará en el tiempo mientras el interés de ambas partes se mantenga incólume y ofrezca resultados. Es la interacción que se produce entre el escritor y su lector, cómplices de un acto casi terapéutico como es la escritura.

Creo que esto último terminó de ganársela para mi causa y sin darnos cuenta, nos adentramos en “una tierra prometida” de textos con grandes probabilidades de éxito en lectura. La entrada –le dije– es fundamental. Ahí se atrapa al lector. Igual que en periodismo el primer párrafo es básico para dar una noticia, en un texto literario, la primera frase es la punta del hilo del que pende la historia. Que el lector tire de él y no lo suelte a lo largo del relato dependerá, básicamente, de esa frase inicial. García Márquez –puse como ejemplo– ha contado alguna vez –El olor de la guayaba, de Plinio Apuleyo Mendoza (Mondadori, 2002), citado en La tercera, de Chile– que le toma más tiempo escribir esa primera frase que todo el resto del libro:

“Porque la primera frase puede ser el laboratorio para establecer muchos elementos del estilo, de la estructura y hasta de la longitud del libro.”

Y las primeras dos líneas del capítulo 1 de las memorias de Obama son, en tal sentido, ejemplares:

“De todas las habitaciones, los salones y los espacios emblemáticos de la Casa Blanca, mi lugar favorito era la columnata Oeste.”

¿Puede un lector soltar el libro en ese instante? ¿O acaso se quedará atrapado hasta descubrir qué es esa columnata Oeste y por qué era el lugar favorito del expresidente estadounidense más carismático de los últimos tiempos?

Llegado este punto es bueno saber que el libro de Obama me había resultado muy revelador y que lo que quería hacer, lo que quiero, guarda relación con ese momento retador de dar cuerpo a la primera frase de una historia. Lo que no sé es si para mi terapeuta todo quedó tan claro. Seguramente será tema de otra sesión. Y otro post.

*Barack Obama. Una tierra prometida, Editorial Debate, Madrid, España, 2020. pp 928