María Calcaño viajó dentro de mi bolso de mano en el avión en el que emigré a España. Los demás libros de mi biblioteca no tendrían la misma suerte: unos, la mayoría, se convirtieron en donativo agradecido para los colegios donde estudiaron mis hijos y otros, los menos, fueron a parar a las ya hinchadas cajas de embalaje que se irían por barco hasta mi nueva patria. En cambio, el ejemplar de las «Obras Completas» de María Calcaño que puse en mi bolso quise tenerlo a la mano para leerlo cuando la ruta se me hiciera larga: si algo aprendí al dejar toda una vida atrás, es que pocas cosas pueden ser más inquietantes que las horas muertas dentro de un avión cuando te apremia llegar a tu nuevo destino incierto.

Yo sabía que la poesía de María Calcaño sería el antídoto perfecto. Jamás había leído versos del siglo pasado con tanta carga erótica.

“Era perversa / con mi botín de hombres. / Él me retuvo… / En mis manos / no pesaban sus manos / de riqueza impoluta. / Y eran dos /  llamaradas de ternura / sus ojos. / Despertó en mi vida / como un índice / de soldadura. / El alba ya no pudo negarme. / Y el amor era una hostia / gritada de milagro.” *

La había descubierto hacía poco. Como el resto de los lectores venezolanos, a quienes la historia de una mujer adelantada a su tiempo, los había privado de un regocijo poético difícil de superar entre las letras femeninas de la Venezuela del siglo XX. Era la gran deuda de la literatura con una escritora cuya obra, breve, íntima y sensualmente poderosa, solo habría de difundirse en 1983, casi treinta años después de que muriera, en 1956, a la edad de 50 años. Y se difundió sin alharaca, al punto de que todavía hoy, cuando hablo a distancia con amigos muy involucrados en el mundo cultural venezolano, todavía hoy, tengo que explicarles quién es María Calcaño, esa mujer que casi sin tiempo para vivir nos regaló tres poemarios irreverentes –Alas fatales (1935), Canciones que oyeron mis últimas muñecas (1956) y Entre la luna y los hombres (póstumo, 1961)–, cargados de un erotismo pionero y un espíritu libertario impropios para su época y que la condenaron, quizás por ello, al silencio de una sociedad incapaz de saber qué hacer con tanta belleza.

“Cómo van a verme buena

si me truena

la vida en las venas.

¡Si toda canción

se me enreda como una llamarada!,

y vengo sin Dios

y sin miedo…

 

¡Si tengo sangre insubordinada!

y no puedo mostrarme

dócil como una criada,

mientras tenga

un recuerdo de horizonte,

un retazo de cielo

y una cresta de monte.

 

Ni tú, ni el cielo

ni nada

podrán con mi grito indomable.” *

El grito indomable de María Calcaño Ortega comenzó a gestarse en 1906, cuando vino al mundo en Maracaibo, la capital del Zulia, un estado de la provincia venezolana que habría de pasar a la historia por su inmensa riqueza petrolera, aunque, tal vez injustamente, no por la estatura intelectual de sus habitantes. Cósimo Mandrillo, estudioso de la obra de la poeta atribuye el desconocimiento de su producción literaria a razones vinculadas con la lejanía de las élites intelectuales y a la irreverencia de su verbo:

“Los venezolanos sabíamos poco o nada de María Calcaño hasta hace unos veinte años. Nacida en Maracaibo (1906), su obra poética fue silenciada por más de medio siglo por causa doble: silenciada, en primer lugar, y como buena parte de la producción literaria de provincia, por la imposibilidad de acceder a los incipientes circuitos de difusión y distribución de los bienes culturales con los cuales contaba la nación a inicios del siglo XX. Acorralada y desconocida, además, porque su poesía tocaba fibras sensibles de la moral en uso, en una ciudad que se ha distinguido a lo largo de su historia por alimentar un persistente y aguerrido conservadurismo.”

Esta circunstancia y su condición de mujer se confabularon para hacer de su talento literario un don que la escritora debió sortear con la crianza de seis hijos y la atención a dos maridos que ocuparon su vida desde los 14 años: sus padres la habían casado con Juan Roncajolo, un productor agrícola emparentado con funcionarios del dictador Juan Vicente Gómez, cuya existencia no le impidió dar rienda suelta a una relación apasionada con Héctor Araujo Ortega, fundador de un grupo literario llamado Seremos y con quien habría de conformar pareja estable después de enviudar de su primer esposo.

“La maravillosa casquivana que fue María Calcaño –señala Mandrillo– no solo se rebeló en vida contra el rol atávicamente establecido para las mujeres, sino que hizo algo mucho peor, escribió una obra poética que rompió todos los moldes susceptibles de ser rotos en su momento: fracturó el lenguaje ya inane de sus contemporáneos escritores; quebró la viejísima tradición según la cual temas como el cuerpo, el sexo y el placer estaban tajantemente prohibidos a las mujeres; y destrozó la ilusión machista de encarnar lo más valioso de la producción literaria de la región”.

Y no podía ser distinta esta María Calcaño, que a los 11 años ya escandalizaba a su escuela con versos eróticamente salvajes. Como solo podía escribirlos una pionera del erotismo en las letras venezolanas.

“Me bajo el vestido, como si estuviera desnuda o lo llevara levantado por una sed desconocida. Acabando de salir de los brazos de un hombre todo un día vivido hondamente. Horas y horas de amor, de avasallante placer. Pero esto es muy distinto. Se resume allí, en el sexo. Es algo que debiera estudiar la medicina, pareciera del otro mundo. Está en mí misma, me hace doblar las rodillas de deliciosa posesión.” **

(*)Alas fatales, 1935.

(**)Encuentros. Revista de Ciencias Humanas, Teoría Social y Pensamiento Crítico

Año 6. N° 7. Enero-Julio 2018. pp. 115-129, Maracaibo, Venezuela.